La política de sustancias psicoactivas en Colombia se encuentra en pleno debate. El acuerdo de paz, los proyectos de ley y decisiones judiciales sobre distintos aspectos de la política pública han puesto en entredicho la efectividad de las acciones priorizadas en las últimas dos décadas. En el presente artículo se esbozan algunas discusiones res- pecto a la relación que existe entre la salud mental, el uso de sustancias psicoactivas, la violencia y el narcotráfico en Colombia. Los resultados del análisis ofrecen líneas orienta- doras para la formulación de políticas públicas con un enfoque que dignifique la vida y la salud mental, además de garantizar y proteger los derechos humanos.
Narcotráfico, violencia y criminalización
La violencia continúa como factor determinante de la mortalidad en el país. Los homicidios, accidentes de transporte y suicidios fueron la razón de 22656 fallecimientos en 2018 según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane, 2020). Las principales víctimas de los homicidios en 2019, según las categorías de Medicina Legal, son personas en condición de adicción (702), campesinos (347), grupos étnicos (296), habitantes de calle (177), personas desplazadas (104), colaboradores de grupos ilegales (64), exconvictos (54), personas bajo custodia (54), y excombatientes (50). Este fenómeno de violencia en zonas rurales y centros poblados representa el 31% del total de casos (Medicina Legal, 2019). En el último año, el problema se ha agudizado, extendiéndose a homicidios orientados a colectivos y líderes sociales; con corte a 5 de septiembre se han registrado 51 masacres y 205 asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos (Indepaz, 2020).
Esta grave situación de violencia responde, en una magnitud importante, a las dinámicas del narcotráfico (Perea, 2020). Este hecho debe orientar las reflexiones respecto a cómo afrontar el narcotráfico y detener la violencia, teniendo como principio rector la vida y dignidad humana. Las discusiones actuales se centran en las posibles soluciones y el espectro se encuentra desde la erradicación forzada, usando elementos como el glifosato, hasta la legalización de la producción y comercialización de algunos productos considerados actualmente ilícitos.
El informe de González (2019) resalta el impacto negativo de los programas de erradicación forzada sobre el medio ambiente, la población y el campesinado. Entre tantas otras consecuencias, la erradicación ha conducido a un proceso de estigmatización sobre el campesinado, que deja de ser visto como víctima de un Estado ineficaz y pasa a ser etiquetado como objetivo de las fuerzas militares y de policía. En consecuencia, cualquier tipo de consideración sobre la dignidad de la población vulnerable se ve supeditada al programa de seguridad. En esta misma línea, el fuerte énfasis en una política criminal termina judicializando indiscriminadamente a los actores, incluyendo personas consumidoras, lo que ha llevado a un aumento en la población carcelaria. Así pues, tal y como lo señalan Chaparro et al. (2017), el enfoque punitivo no soporta un análisis de medios-fin, dado que el principal objetivo de este tipo de políticas (protección de la salud y el bienestar) no ha sido cumplido.
Salud mental
El enfoque histórico tendiente a la criminalización de la producción, comercialización y consumo de sustancias ha dejado de lado la discusión sobre la salud mental en Colombia. La tasa de intento de suicidio entre los 15 y 19 años se estima en 114,4 por cada 100000 habitantes; entre los años 2009 y 2017, 141364 niños, niñas y adolescentes, entre los 0 y 19 años, consultaron por depresión; en el mismo año se reportaron 3094 suicidios de personas entre 0 y 19 años (Minsalud, 2018). Más allá de estas cifras, los análisis entre la compleja relación violencia, salud mental y narcotráfico son escasos, y es común pensar que los problemas mentales de los jóvenes se dan a causa del consumo de sustancias psicoactivas. Se ignora por completo que la violencia estructural del país (física, simbólica y psicológica) facilita per se la vulnerabilidad mental, y muchas personas llegan a los problemas de adicción como refugio de esta dura realidad (Potes, 2016; Prieto et al., 2012; Herrera et al., 2012), configurando así un círculo vicioso.
La falta de regulación en la producción de sustancias psicoactivas consideradas ilícitas genera un uso inseguro de estas, lo cual afecta la salud individual y colectiva. Para un gran sector de la sociedad, la mayor preocupación respecto al consumo de sustancias es el posible impacto negativo en la salud mental. Sin embargo, es necesario preguntarse: 1) si la evidencia sobre el impacto negativo en la salud mental es contundente o, por el contrario, esta dimensión del bienestar humano está ligada a otros procesos, y no exclusivamente al consumo; 2) si la estigmatización y criminalización del consumo tiene efectos en la salud mental de los consumidores.
El abordaje de la salud mental y su relación con la drogadicción ha sido ampliamente analizado a nivel internacional en países como Uruguay, Canadá, Países Bajos, Corea del Norte y Sudáfrica. En Colombia, por el contrario, hacen falta más investigaciones rigurosas, pese a contar con un Consejo Nacional de Estupefacientes y un Observatorio de Drogas de Colombia. Experiencias como la del Centre for Addiction and Mental Health (CAMH, 2018), en donde se ha estudiado el poli consumo de sustancias psicoactivas y su posibilidad de afectación a la salud individual y colectiva, deben servir de ejemplo para el abordaje de este fenómeno en Colombia. El uso de sustancias psicoactivas de manera insegura pone en riesgo la vida de los individuos; no es solo el efecto neurobiológico de estas sustancias, sino los recursos, elementos y lugares, donde se adquiere y se consume, lo que aumenta las fatales consecuencias.
En materia de derecho a la salud, la Corte Constitucional ha reiterado el precedente de la Sentencia C-221 de 1994, que indica que cualquier política que procure limitar el consumo viola la esfera de la libertad personal protegida. Dicho de otra forma, el máximo avance del derecho a la salud mental en materia de consumo es el principio de ejercer el derecho individual, siempre que no se afecte la esfera social; esto es una forma de libertad negativa. Pero son muchos los debates pendientes, tales como el ejercicio del cuidado propio o el deber de protección del Estado para garantizar un consumo seguro, que pertenecen a una órbita de las garantías y deberes del Estado.
El Plan Nacional para la promoción de la salud, la prevención y la atención del consumo de sustancias psicoactivas 2014-2021 (Minsalud, 2017) se enmarca en cinco componentes que hacen referencia al fortalecimiento interinstitucional, tratamiento de la salud y la enfermedad, y a la reducción de riesgos y daños, todo ello con enfoque de reducción del consumo basado en programas de prevención y algunos tratamientos especializados, pero no se expone ni se asoma a los llamados que se hacen del cambio de políticas. El Observatorio de Drogas de Colombia (ODC, 2017) contempla como líneas estratégicas la disminución de las vulnerabilidades territoriales, la reducción del consumo de sustancias psicoactivas y la desarticulación de estructuras de criminalidad. Se observa en este reporte que la salud mental no es prioridad y la política no referencia estudios sólidos sobre la relación entre la criminalización del consumo de sustancias y la salud mental.
Es así como la sociedad, los gobiernos y el sistema normativo deben tener un cambio de enfoque de criminalización a uno de salud pública. Ello implica ver la dependencia de sustancias psicoactivas como una situación de salud que, a su vez, depende de un modelo de fiscalización del mercado; por lo tanto, es necesaria la reglamentación. Las personas que consumen sustancias gozan del derecho a la salud y se debe garantizar un acompañamiento eficaz, ya que se puede llegar a entender a sus cuerpos como una entidad biopolítica, sin necesidad de que realmente lo sea (Gómez, 2018).
Política de legalización para la producción, comercialización y consumo
Recientemente se han radicado los proyectos de Ley 189 y 236 de 2020, los cuales tienen como objeto constituir un marco regulatorio para el cultivo, producción, comercialización y consumo del cannabis y la hoja de coca; estos proyectos se centran en la creación de un marco regulatorio como propuesta de solución. Este tipo de iniciativas brindan parámetros alternativos para la discusión y abren las puertas para un diálogo nacional. Estos proyectos pueden complementarse con regulación que conciba un abordaje más profundo en materia de salud mental. El consumo debe ser reconocido como una de las temáticas de la salud mental, y no regularlo implica un deterioro de la salud de la población. Por ejemplo, es factible promover la implementación de programas y políticas públicas desde los entes territoriales y gubernamentales, basados en los hábitos de vida saludable, la información basada en evidencia y la reducción de riesgos del consumo, protegiendo a los grupos poblacionales más vulnerables, como lo son las niñas, niños y adolescentes.
En el caso de la hoja de coca, desde la literatura se describen efectos analgésicos, antimicrobianos y como tratamiento gastrointestinal (Hurtado et al., 2013; Alvarado et al., 2010). Sin embargo, se necesitan más estudios rigurosos, guiados bajo estándares de la industria farmacéutica, tales como ensayos controlados aleatorizados, diseños por fases y métodos de psicología y neurociencia. Para llegar a ello se requiere, sin duda alguna, que el marco regulatorio impulse esta rama de la investigación en Colombia, lo cual se ha esbozado de manera general en el capítulo VII del proyecto 236.
Por último, hay que considerar algunos aspectos económicos, sin los cuales una política de legalización basada en la salud mental no es posible. Las dinámicas de poder se ejercen desde monopolios encargados de la comercialización y distribución no solo a nivel nacional, sino también internacional. Todas estas dinámicas establecidas desde la ilegalidad permiten que se desarrollen factores como el empobrecimiento de la población, el aumento de la inseguridad y la violencia en los territorios (Castaño et al., 2018). Esto se evidencia en mercados recientes a nivel latinoamericano, como el litio, en cuyo caso se observa la competencia desleal y los conflictos que genera la falta de regulación social (Nacif, 2018). Se debe evitar la centralización de la producción y comercialización una vez establecido el mercado legal.
Es menester generar mesas de diálogo con los campesinos que trabajan la tierra, para que sean ellos quienes organicen todo lo relacionado con la regulación de la producción e incidan en la toma directa de decisiones desde dinámicas objetivas. También se debe formular la política de regulación del consumo con los expertos en salud mental, salubristas y expertos en el trabajo con los niños y adolescentes.
Conclusión
Se hace necesario priorizar la legalización como una estrategia para fortalecer el registro de datos y el seguimiento relacionado con el consumo de sustancias psicoactivas y sus implicaciones en la salud y en la vida; ello implica pasar de una visión enmarcada en estrategias de reducción y oferta de la demanda, a una de legalización y regulación. La regulación del uso, la comercialización y la producción de estas sustancias consideradas como ilícitas en Colombia permitirán tener un seguimiento y hacer un análisis desde la calidad de los datos y el verdadero impacto en aspectos asociados con la salud, la economía y las dinámicas socioculturales en el territorio.
Desde estas dinámicas se podrá regular el acceso a este tipo de sustancias que se comercializarán de manera confiable bajo todos los protocolos y estándares, para que los consumidores gocen de un acceso en forma segura, y bajo las políticas de uso consciente racional e informado, basado en la protección de derechos de niños, niñas y adolescentes, a través del control público del acceso a estas sustancias.
Referencias
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