Volando por entre las próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos futuros, y observando desde allá, con admiración y pasmo, la prosperidad, el esplendor, la vida que ha recibido esta vasta región, me siento arrebatado y me parece que ya veo [la República] en el corazón del universo, extendiéndose sobre sus dilatadas costas, entre esos océanos que la naturaleza había separado.
Simón Bolívar, Discurso ante el Congreso de Angostura (1819).
El orden internacional que impera en la actualidad y que, según parece, se desarrollará a lo largo del siglo XXI dista tanto de aquel orden bipolar que
imperó durante la Guerra Fría (disputado entre los Estados Unidos y la Unión Soviética), como de aquel orden unipolar que lideró Estados Unidos desde la caída del Muro de Berlín en 1989 hasta —al parecer— nuestros días, cuando la potencia americana intenta con desespero mantener una hegemonía que hace aguas por doquier (Kissinger, 2016). El mundo cada vez más globalizado de hoy se fundamenta —a nivel geopolítico— en un orden mundial multipolar, según el cual las tres grandes potencias (Estados Unidos, Rusia y China) pretenden ejercer influencia política, económica y militar en todo el planeta y en sus respectivas regiones, pero acompañados en tal propósito por países emergentes (algunos con armamento nuclear) como India, Irán, Turquía, Pakistán y Arabia Saudí (Patiño, 2017), y donde la mayoría de países en vías de desarrollo no están constreñidos a afiliarse a un bando o a otro, pudiendo mantener relaciones diplomáticas y co-
merciales con todas las potencias[1].
El mundo cambia y su centro de influencia también. El corazón del mundo transmuta permanentemente su ubicación: al menos desde los siglos XVI al XIX estuvo en España y su imperio, en el XIX en el Imperio Británico, y en el XX en los Estados Unidos, pero en el XXI estará —sin duda alguna— en Asia. Su población (la mayor del planeta), su riqueza, sus avances tecnológicos y su potencial económico y militar le han permitido a este continente una gradual independencia de Occidente y un impulso por expandir sus intereses comerciales (Frankopan, 2016, 2019). Las nuevas rutas de la seda son una realidad insoslayable para todos los Estados. En tal sentido, y siendo conscientes tanto de nuestras ventajas comparativas como de nuestras limitaciones y realidades, ¿qué papel debe desarrollar Colombia en el escenario internacional del siglo XXI?
Divisando el futuro: una agenda colombiana ambiciosa más allá del “parroquialismo” diplomático
En 1981, el expresidente Alfonso López Michelsen definió a Colombia como “el Tíbet Sudamericano”, haciendo alusión al aislacionismo voluntario del país con respecto a las discusiones y dinámicas de poder en el concierto de las naciones (López, 1981). Y no le faltó razón. Destacados historiadores contemporáneos se ruborizan al preguntarse por qué razón las élites políticas de Colombia nunca tuvieron interés en desarrollar el país desde y hacia sus dos costas (Serrano, 2018; Melo, 2021); unas élites que, con torpeza absoluta, concibieron los mares como una barrera y no como un puente que nos ha de conectar con todo el mundo[2]. Su visión parroquial nos relegó a un país pasivo, introspectivo y timorato en los asuntos internacionales (Borda, 2019).
No obstante, pese a una actitud prolongada de los gobiernos colombianos de no propiciar un papel destacado y propositivo del país en el escenario global (quizá por timidez, complejos de inferioridad o temor reverencial a las potencias, en especial a los Estados Unidos), no es tarde para tomar un rumbo diferente. De hecho, las circunstancias son propicias para ello. En un orden internacional multipolar, con sociedades cada vez más globalizadas e interconectadas entre sí, Colombia debe tener una agenda de Estado a largo plazo que incluya al menos dos aspectos indivisibles (cuyo desarrollo puede efectuarse simultáneamente): por un lado, una voz de liderazgo en discusiones regionales y globales apremiantes sobre el narcotráfico, la guerra y la paz (tres temas de los que tenemos experiencia), crisis medioambiental, infraestructura y comercio, desarrollo económico sostenible, modelos energéticos, democracia, derechos humanos y migración, entre otras materias; por otro lado, una concertación nacional que incluya partidos políticos, universidades, centros de pensamiento, gremios empresariales, autoridades de entidades territoriales departamentales y municipales, comerciantes, campesinos y ciudadanos en general, con el objeto de discutir y pactar una agenda nacional con miras al futuro y al mundo, y que gire alrededor de las materias mencionadas; de tal modo que logremos gradualmente prosperidad y riqueza, a la vez que liderazgo y respetabilidad a nivel global.
Con espíritu cosmopolita, Colombia debe desplegar con ambición y estrategia su mirada a todo el mundo, y no solo —o sustancialmente— a Europa y los Estados Unidos (es decir, al mundo occidental), ampliándola a África, Oceanía y, sobre todo, a Asia. Para ello es preciso desplegar una política de desarrollo multinivel en el litoral Pacífico (especialmente en el plano de la infraestructura en puertos, aeropuertos y carreteras), y unas relaciones diplomáticas cada vez más estrechas con los países asiáticos, con el fin de crear los espacios de un recíproco intercambio cultural y comercial a largo plazo. El futuro está en Asia y el Pacífico debe ser nuestro puente: ampliemos nuestros horizontes para enriquecernos.
¿Cuál debe ser el papel del Congreso de la República?
El Congreso de la República, en tal orden de cosas, debe desempeñar un rol de liderazgo en el país sobre estos asuntos de orden político y económico global. Las discusiones y propuestas que los congresistas tengan (especialmente aquellos que integran las Comisiones Segundas Constitucionales Permanentes)[3] deben trascender por completo las instituciones legislativas, para ser difundidas en toda la sociedad colombiana y así despertar su interés por temas globales que nos impactan. Al mismo tiempo, puede coordinar con el Ejecutivo un plan global para el siglo XXI que incluya leyes y tratados internacionales que encaucen el rumbo que podría tomar la nación colombiana en el mundo, junto con el fortalecimiento del Ministerio de Relaciones Exteriores y el servicio diplomático, para lograr aquello que dijo el Libertador Simón Bolívar en la fundación de la República en la frase que sirve de epígrafe de este escrito: que Colombia lleve a todo el mundo su riqueza y su sabiduría (a la par que el mundo entero nos brinde las suyas). Navegar el siglo XXI a la deriva es un error evitable.
REFERENCIAS
Bolívar, S. (2019). Doctrina del Libertador. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho. Borda, S. (2019). ¿Por qué somos tan parroquiales? Una breve historia internacional de Colombia. Bogotá: Crítica.
Frankopan, P. (2016). El corazón del mundo. Una nueva historia universal. Barcelona: Crítica. Frankopan, P. (2019) Las nuevas rutas de la seda. Presente y futuro del mundo. Bogotá: Crítica.
Kissinger, H. (2016). Orden mundial. Reflexiones sobre el carácter de los países y el curso de la historia. Bogotá: Debate. López, A. (1981, 1 de noviembre). Grandeza y decadencia de las relaciones internacionales de Colombia. Conferencia. Medellín: Corporación Foro Regional.
Melo, J. O. (2021). Colombia: una historia mínima. Bogotá: Crítica. Múnera, A. (2020). Fronteras imaginadas. La construcción de las razas y de la geografía en el siglo XIX colombiano. Bogotá: Crítica.
Patiño, C. A. (2017). Imperios contra Estados. La destrucción del orden internacional contemporáneo. Bogotá: Debate.
Serrano, E. (2018, 21 de mayo). Colombia, historia de la violencia: desde la Guerra de los Mil días hasta el Bogotazo
. https://www.youtube.com/watch?v=S8T0RuoDskw